… y guardó sus alas para bajar a la tierra en forma de besos y descansar en mi boca. Fin
Con estas palabras terminó con la habitual costumbre de escribir para pagar la cuenta de la mesa que hacía ya un año ocupaba todas las noches. Él se llamaba Gregorio, era un hombre de cuerpo grande con la mirada perdida en la dicotomía del niño feliz que perdió a su madre en un paseo al parque, su rostro carecía de color ante la vida; tenía una espesa barba alborotada por algún amor que le fallo y unos dientes cansados de masticar silencio.
Desde hacia ya varios meses él cancelaba sus altas cuentas de humanización con sus manos, ellas eran como dos bellas mujeres, capaces de de vender dolor con pedazos de sonrisas, de rifarle la vigencia a las palabras, y de además pagar uno a uno esos encuentros donde la gente es más gente.
La primera noche que entró a ese lugar llevaba consigo una carpeta de hojas blancas, un lápiz algo viejo que le regaló su madre y un poco de esa desilusión impregnada en su ropa; la dueña del bar, una mujer algo vieja, gustaba de la buena escritura, así que apenas lo vio entrar lo llamó, le ofreció una copa y sin usar gesto alguno tomó una hoja que él tenía en la mano, la estiró y comenzó a leer: hoy solamente soy de apellido letras y mi primer nombre es palabras, soy de oficio escritor y de hombre amigo; hablo para no sentirme solo, hablo para el que quiera vivir y para el que no también, hablo con alegría de mis tristezas y escribo de mis tristezas con placer, hoy solamente juego a ser yo y no a venderles simulacros de dios, por eso hoy solo me habrán de enteder lo que quiero que entiendan y hoy solamente lo demás será eso…lo demás…y bla bla bla; así continuó leyendo y leyendo y leyendo y al finalizar el texto le pasó otra copa y comenzó, continuó y terminó charlando con Gregorio.
Desde esa fecha noche tras noche él llegaba, se sentaba en la barra, tomaba una copa reposada que y daba su escrito a Doña Maria Ines – ese era el nombre que a sus padres se le había ocurrido – aunque Gregorio prefería no llamarla así, prefería decirle Doña Luna por esa bella senectud, prefería llamarla Doña Margarita por su aroma a flor, prefería apodarle amiga por cada gesto que tenía y con los cuales era tan fácil comunicarse.
Un día normalmente cualquiera él entró al bar como un hombre más que buscando compasión entre vasos de cerveza y pensamientos embriagados hacen amistades elocuentes y consiguen enemigos incondicionales. Gregorio cansado ya de estar en la barra noche tras noche se instaló en una mesa cerca del rincón de la chimenea, donde saco un papel algo arrugado y tomó un fino pedazo de carbón frío que había sido aislado por la braza apagada de la chimenea. Sacó su navaja y afiló el carbón y le dio forma de cilíndrica y se comenzó a sentir tan feliz y tan alegre, que solamente quería escribir. Él hubiese podido escribir la historia de los pueblos indígenas, escribir cuan fácil puede ser cantarle a los sordos para que escuchen, hubiese hasta podido escribir la carta de amor para un ángel con alas guardadas, pero prefirió esperar a doña Maria Ines, que con su monumental cuerpo se acercaba llevando en su mano sino la sentencia de muerte de su amistad si la premonitoria nota que algún día llega con la costumbre.
Se sentó, lo miró, miró la hoja y lo volvió a mirar, la abrió, se la mostró y pronunció con sus ojos solo esas palabras que Gregorio podía comprender. Gregorio extasiado en la edad de niño se miró, la miró, miró la hoja, la volvió a mirar y por primera vez desde hace 25 años no tuvo nada que escribir, se quedó mudo, aún peor, perdió las ansias de escribir – para no divagar y que el lector se sienta confundido les describiré la hoja: blanca, como la pared recién pintada de la iglesia de san Ignacio, para ser más precisos era un fotocopia, tenía un dibujo de dos indígenas, hombre y mujer, mirándose fijamente, en la parte inferior su pintor, por esa suerte a la que llamamos destino, habría optado por dibujar un jarro roto, sin reparar en más detalles – continuando con doña Inés y Gregorio, se encontraban a punto de parir la muerte por su boca, Gregorio exaltado se levantó algo presuroso de la mesa, tomó su antigua pipa de burbujas y comenzó a pensar, pensó en que podía escribir una bella historia de amor entre dos tribus enemigas, donde plantearía la estupidez de la sociedad volviendo sobre las raíces, talvez hubiera incluido la fuga de aquellos jóvenes como final feliz, hasta le hubiese inventado moraleja y todos serían felices de puro papel, pero solo lo pensó porque no tuvo ni la más mínima idea de cómo gesticularlo con su lápiz, no fue capaz de llegar a ese momento donde se esfuma la mascara de quien somos, ese momento al cual llamamos inspiración.
De repente vino a su hoja la idea de hablar sobre un amor que no le fallo, ya que ni siquiera lo intento, un amor de un ángel con aroma a vainilla que guardaba sus alas para no ser descubierta, que una vez lo intento amar y cuando él le preguntó ¿porqué? Simplemente respondió te amo porque te amo y esa respuesta le bastó para creer y desear amar a ese ángel que se sacrificó y guardó sus alas para bajar a la tierra en forma de besos y descansar en su boca. Fin.
Doña Maria Inés terminó de leer esta historia, tachó la cuenta de aquella noche y vio como Gregorio salía sin despedirse. Fin.