viernes, 24 de julio de 2009

Las muertes de Germán Espinosa

A mi abuelo

Hoy si iba a verlo y no se iba a arrepentir frente su puerta. Era una tarde calurosa en Bogotá. Ciudad grande, llena de construcciones, personas moviéndose todo el día en el transporte público. Un azul cristalino encima de sus cabezas como un mar que flotara lentamente, con olas de color blanco reptando como serpientes junto al sol. Ni un asomo de lluvia se veía en el horizonte. Si estuviera suficientemente alto podría ver hasta los nevados, si cuenta con suerte el rio Magdalena, Isauro miraba la montaña tras él, protegiéndose los ojos con las manos, queriendo estar en la punta.

Tomó el bus. Resbaló cayendose por tener un libro en la mano que no le dio oportunidad de agarrarse de la manija; terminó tirándose sobre el pecho de una morena de sonrisa blanca sentada justo al lado de la escalera de entrada al colectivo. Linda sonrisa puesta en rostro mientras en la radio Julito hablaba sin entendérsele nada por el ruido del motor que adelantaba camino sobre la séptima a la altura de la calle 82 sentido Norte. Se sentó en la ventana con el sol pegándole directamente en la cara; pensar que había visto el bloqueador solar sobre la mesa de noche y no haberlo tomado por la nube sobre la ciudad a las seis de la mañana. Julito murmuraba en la lejanía del bafle metido en techo. Parada en seco por el cambio súbito del semáforo, ahora si se escuchaba Julito sobre el ruido del motor modelo 2004 según la placa puesta por la fabrica de la carrocería pero que roncaba como enfermo de neumonía. Julito dice e Isauro escucha conteniendo la lagrima que le nace en la garganta y no le deja respirar: “…espinosa muerto en la clínica Colsanitas de Bogotá, repito el gran escritor Ger…”. Semáforo en verde y el ruido del motor acalla a Julito.

Cómo moriría, su cáncer en la boca se lo llevaría con largos sufrimientos, largos silencios. Una larga enfermedad que se sumaba a otra. Estaba tan enfermo. Isauro recordaba sus fotos con un cigarrillo en la mano, en la boca, encendiéndolo, señalando algo, haciendo cualquier cosa. Le imitaba en la entrada del colegio cuando esperaba a los amigos. Todavía tenía los hábitos de fumador de ese entonces, todavía era Germán Espinosa cuando fumaba. Y también esperaba esas enfermedades que silenciosas nos poseen, nos desorientan, y cuando salen ya nos tiene carcomidos por dentro.

El estupor del sol le agobiaba, se sentía gigante en ese pequeño colectivo y aguzaba el oído para tratar de dar fe de lo que había escuchado. No podía estar muerto, todo sus papeles en el regazo, todos para que él los leyera. Nunca podría escuchar nada de los labios de él, nunca iba a poder decirle que quería ser como él cuando tuviera unos cuantos años más. Ahora a quien le iba a preguntar qué hacer con su vida que no tenía un sentido, que todo se venía abajo, que quería ser escritor y lo único que podía ser era profesor. Terminando sus días amargado, solo; despreciado por estudiantes, padres, y mal pagado durante años.

Isauro no puede contener ya su ansiedad, se para y timbra para avisar la parada. Pero el bus no para. Sigue su camino y él afiebrado no cree que fuera posible que el maestro este muerto y el bus no parará, entonces, despertó de un golpe contra la ventana. El sol en su cara todavía.

De nuevo Julito en la radio. Ni una palabra de la muerte, los papeles en su regazo, y grasa en el vidrio. Miró por la ventana y estaba en la 86 con séptima, el trancón era largo y el clima desértico. La voz de chiva de Julito en la radio le llama la atención, entrevista a alguien relacionado con un suceso reciente. Lo atropelló un carro girando en la esquina, la familia y el Estado demandarían al que lo arrolló, el sonido carburante de la radio lo decía mientras el bus se movía de un momento a otro. No había muerto de cáncer, el azar lo había tomado en sus manos y él huía de su fatídico destino, sólo corría el afluente de sus posibilidades: las que pudo haber tenido. Los sueños de lo que pudo haber sido. Su vida terminada por el recuerdo en los suyos.

Los autos empezaban a moverse rápidamente, el trancón se deshacía y de pronto se le ocurría que el lugar del accidente de Germán Espinosa fuera allí adelante donde estaba inmóvil el transito. Pudo haber estado allí en el lugar donde murió, haberlo visto antes de expirar. Tal vez si corría a aquel lugar vería a Espinosa; el colectivo pasaba junto patrullas de policía que quitaban las cintas amarillas alrededor de una mancha de sangre en el asfalto. Una camilla tenía un cuerpo envuelto en una sabana que era introducida a una ambulancia. Varios papeles volaban por los aires y un libro escrito por Espinosa se arrastraba, una edición de los doce infiernos exactamente como la de Isauro yacía en el piso.

En seguida busca su libro y sus escritos, intenta mover sus manos hacia el regazo a tomarlos, no puede mover sus brazos y sus manos sólo agarran una sabana húmeda sus oídos escuchan gritos y movimientos a su alrededor tiene un tubo en la garganta y le cuesta respirar. La sangre cubre sus ojos y el calor le agobia en una sala de urgencias. Entiende entonces que es Germán Espinosa, que siempre lo supo, que está muriendo; no puede ser Espinosa porque él era Isauro, y ahora ni sabe que es.

Germán Espinosa abre sus ojos después de un largo sueño. El desierto se abre ante sus ojos como un mar de dunas, él parece estar en la más alta. El sol naranja despuntando en el horizonte. Su brazo negro se estira hacia el botón de encendido de la radio enterrada en la arena. Se para, despereza y escucha que en la radio Julito dice que Isauro a muerto en un accidente automovilístico. Se le ocurrió que él siempre llega tarde. Encendió un cigarrillo y se puso a esperarlo.