sábado, 14 de julio de 2007

Sin Defensa

…su indiscutible propensión a la poesía, su árbol que le crece por la boca, con raíces enredadas en el cielo, el nos representa ante el mundo, con su sensibilidad dolorosa como un parto*. Fue lo último que leyó entre paso y paso dirigiéndose a la salida, trastabillando un poco por la resaca que tenía aún de las horas anteriores. Al salir a la calle una fuerte desolación lo comenzó a envolver helándole todos sus huesos, y de pronto entendió por que había entrado a refugiarse en la casa. Después de todo era oriundo de la costa y el frío de la capital nunca era buen consejero para pasar la rasca.

Estando en la calle trece, observó el suelo asfaltado que lleno de basura de colores le recordaban su Cartagena querida y su Cereté de infancia, cuando de pronto unas pequeñas gotas lo abstrajeron de los recuerdos y volvió a verse en la capital. La lluvia comenzó a acelerarse y las gotas se hicieron cada vez más pesadas amenazando con un gran diluvio. Igual decidió no volver a entrar a la casa. Ya le había bastado con las palabras que minutos antes buscando entre sus libros descubrió para guarecerse. Se sentó sobre el andén y de repente observó justo frente a él un callejón de casas con muchos colores que parecían esconderse entre todas las casas de tipo colonial que sobre el sector existían, extasiado allí su vista empezó a entorpecerse por la gente que corría de un lado para otro sin quererse mojar, se le parecían ratas que cuando la luz las baña corren a cualquier madriguera a esconderse, eso eran esas personas allí, las que caminaban de lado a lado, torpes, levantando los pies para evitar pisar un charco o mojarse los pies.

Eran tantas las ratas que decidió levantarse y cruzar la calle para poder observar mejor el callejón desde la reja, una reja verde que tenía como tres metros de altura adornadas ornamentalmente con curvas y flores que disimulaban la idea de cárcel, de no pasar, eres un loco de la calle y tu sitio es allá y el mío es acá. Él cada vez más cerca de las rejas observando extasiado los colores de las casas, y los colores cada vez más distanciados, los azules con los amarillos al lado del césped, el rojo sangre junto al verde campo, todos cada vez más oscuros bañados por el torrente de agua que recorría palmo a palmo sus paredes, las de las casas que planeadamente dibujaban el callejón.

De pronto sintió la mirada de alguno de los habitantes del paraíso que lo observaban desde su balcón, y se sintió vulnerable, todos sus libros, todas sus obras como director o actor y ahora el papel de habitante de la calle que lo limitaba y le recordaba que estaba en una prisión llamada ciudad y que el espacio público era eso, una cárcel, y que solo ese callejón era el otro mundo, eran las visitan conyugales, la libertad condicional, solo en lo privado era él con sus ganas de entrar al callejón, el mismo niño del pueblo de las puertas abiertas, una añoranza nostálgica que lo empezaba a enloquecer cada vez más.

Sin pensarlo siquiera un momento empezó a escalar la reja, tenía que estar del otro lado, palpar con sus manos los colores, y olvidando la lluvia trepo cada vez más alto usando las curvas y las flores como un animal, para apoyarse y llegar más alto, y empezó a sentir que la reja de tres ahora era de cuatro y cinco metros, que las ratas ya no eran lo otros sino él, que con su sucia ropa y olor a boxer, era una minúscula rata tratando de escalar un muro imposible y que del otro lado no había más que otra madriguera que lo esperaba con los brazos abiertos para no dejarlo bañar de la luz.

En ese momento los ojos del paraíso que se asomaban por la ventana decidieron llamar a la policía, para no dejarlo pasar, para evitar la fuga. De pronto colores azules y rojos, una sirena sin agua, rojos y azules, miradas a la rata escaladora, rojos y azules preámbulo del verde. La policía llegaba y la rata con ropa sucia olor a boxer que escalaba más rápido para no caer entre el pasto de macanas.

- El civil bajándose de ahí – una voz aguda. Y los brazos como patas para no caer, aferrándose con fuerza. Nuevamente la misma voz con la sentencia. Mejor a las buenas que a las malas. Y la rata olor a boxer con más ganas, luego del primer paso, no queda más que llegar hasta el final sin medir consecuencias, sin pensar en el futuro. Solo él convertido en rata por los demás así como lo había hecho minutos antes.

La gente. La calle con basura. Él y los verdes. Caída al vacío. El futuro, ahora presente. Golpe a las costillas, levantarse. Otro golpe, esta vez a la cara. La reja otra vez de tres metros, las paredes oscuras sin color. Vamos a la UPJ y el recuerdo del inicio de lo que leyó durante su entrada a la cárcel…Antes de devorarle su entraña pensativa, antes de ofenderlo de gesto y palabra, antes de derribarlo, valorad al loco*.
*Raul Goméz Jattin

Un Intento

Hoy amanecí ensopado en tristeza. El día. Me levanto. Aspiro el pesado aire que huele un poco a soledad, a tinto, a niña tengo un par de ojeras grandes por no haber dormido bien, a que esta mierda se me escapa entre mis manos rotas y no me alegra. Volteo y prendo un cigarrillo y lo aspiro y siento como mi sangre alucina. Vuelvo a envenenarme el día. Pienso. Hoy es un día perfecto para vestirme con la tristeza de la noche. Me siento y percibo como el aire disemina tu recuerdo en esta pieza. Sudo. Cerca de un zapato viejo esta la botella y comienza a gritarme: oye güevon levántame, tómame entre las piernas y deja que tu saliva se aclare en mi cuerpo. Mis ojos se dislocan. Parpadeo y mientras tanto: oye güevon levántame, tómame entre las piernas, deja que tu saliva se aclare en mi cuerpo y piérdete en la oscuridad de mi culo. Quieto. Aspiro el cigarrillo por última vez y veo como se consume el día impávido en mis manos. La ceniza apenas se esparce. Abro los ojos, paso al baño y me ensució con la limpieza de la mañana. Ya no transpiro a whiskey, a cigarrillo, a mierda niña tengo un par de ojeras grandes por no haber dormido bien. Solo transpiro a lunes, comienzo de semana. Borrón y cuenta nueva. Salgo de la habitación y escucho adormecido como gime un gato en el tejado. Lo miró y corre incendiado, se ve feliz y me observa gritando: ven viejo, bótate en este techo que nuestros días comienzan con el amanecer de la luna y el rocío del vodka en nuestros dedos. Claro gato, le contesto y me tiendo al lado de él dejándome perder en la luz del sol que comienza a incendiarme igual. Son más de las doce y me siento solo y triste y roto, como si por un agujero se me escapara la sangre con moscas que atisban al asfalto. Las cinco. Me mira el gato. Me desespero y le digo: ahora nos vemos. Voy a dar una vuelta por la avenida que rodea el parque de los difuntos. Salgo y todo es cotidianidad.

El Albergue

Después de dispararle al rostro, el cuerpo de Juan se desplomó rápidamente contra el escritorio dejando escapar un delgado hilo de sangre sobre la hoja que minutos antes había desprendido de un cuadernillo. El salón del albergue que guarecía el cuerpo solo conocía una mesa y una butaca con un cojín almidonado que de cuando en cuando permitía a los cuerpos helarse por la ausencia de puertas. Pablo entre tanto sale descansado. Disparar al rostro de Juan era algo más que un impulso, para él había sido una acción metódica, nada diferente a un asesinato. Al abandonar el albergue comienza a recoger uno a uno los pasos que había dejado desde la mañana. Un bar es el primer sitio por el que deambula, luego una biblioteca, una tienda, dos vueltas a un parque, tres licoreras y la casa de Alejandra. Vuelve al albergue y sólo pasan quince segundos, que lo embullen en solo apariencia de los días monótonos sin sentido.

No iba a sospechar Juan que ese día quince horas después de abrir los ojos los cerraría de manera tan definitiva. Al levantarse se había vestido rutinario. Salió y caminó hasta la casa de ella. Allí le hizo el amor hasta que su cuerpo expiró como un conjunto de fluidos. Hubo un altercado y partió en busca de whiskey, vodka y ron. Los mezcló, los tomó y se dejó descansar sobre el pasto observando palomas, tal vez gaviotas, y un niño que resbalaba por entre un tobogán. El efecto comenzó a declinar. El alcohol transpirado gritaba cigarrillos así que Juan compró unos lucky y fumó buscando leer carteles, afiches y libros. Cansado por el atardecer que le pesaba en la espalda escudriñó en el espacio y encontró sillas, cervezas y personas. Luego volvió al albergue, se introdujo en el salón, se sentó sobre el butaco, arrancó una hoja del cuadernillo que reposaba en la mesa, escribió un par de palabras y agarró la pistola apuntándose al rostro.

El Entierro

Su ataúd era algo incomodo, debido a que se había sido elaborado recientemente, aun conservaba un olor a químico, a madera nueva, a oxido de tornillos y a cojinete de buseta. En la hora de su entierro parecía no sentirse tan mal, sentía su cuerpo más liviano, fue como si el hecho de haber perdido las viseras y rellanado de aserrín lo hiciera concurrir a una fiesta de excesos. Tenía la mirada perdida, literalmente sus ojos ensopados en formol, reposaban en un estante altísimo que guardaba tantas imágenes de otros tiempos y otros lugares. Los orificios habían sido sellados con hilos negros y sus labios decorados con vaselina. Un buen trabajo que desafortunadamente no pudo ocultar la tremenda palidez de su rostro.

Luego de ser colocado en su pequeño cajón se sintió renovado. Se dijo a si mismo: mi mismo hoy por fin descanso en paz. Su mente quedó en abstracto y comenzó a sentir como caía a un abismo tan familiar a su onirismo, a uno hondo, hondo, hondo. Cuando de repente abrió los ojos dando un brinco y se vio nuevamente recostado en su cama. Santiago continuamente sufría de esos extraños sueños que él no llamaba pesadillas, alguna vez reflexiono sobre estos y se dijo que una pesadilla debía ser algo distinto, que en una pesadilla seguramente no se debería mover, más bien que debería sentir como si todo el peso de los días le oprimiera el pecho y sus ojos se dislocaran hilvanando auxilios. Él creía que en esos momentos un sudor frío lo haría sentir el miedo, como en un océano sin asideros, ni excusas, y que tal vez, solo tal vez, sentiría ganas de romperse los ojos con la luz para llorar su tristeza. Y era precisamente todo eso lo que Santiago nunca había sentido durante sus extraños sueños. En alguna época, cuando a él lo rodearon los doce años, su tío lo llevó a un sicoanalista para que trabajara en sus sueños, pero luego de unas cuantiosas terapias optaron por dejarlo así, al fin y al cabo que no seas paranoico no significa que no te estén siguiendo.

De esta manera encontré a Santiago, un día de esos aburridos, en el que también había conocido a mi gato. Lo encontré en el parque botado en la grama verde que rodeaba un pequeño campo de flores naranjas mirando las nubes.

Mi Gato

La oscuridad. La noche. La lluvia clap, clap, clap. Solo y narcotizado. Osiris no ha vuelto hoy, seguramente debe estar engañando una gata con sus palabras rotas con olor a alcohol antiséptico, a ven nena nos rascamos juntos que quiero oírte maullar toda la noche y ensoparme con el clap miau que se cuela por entre mis orejas.

Sigue lloviendo. Llueve como si aun hijueputica se le hubieran descocido las lágrimas y las juntara con babas y solo nos mirara. Tendido en el suelo observo el techo, un bombillo marca phillips y el humo del cigarrillo que se introduce y se escapa de mi mano izquierda. Huele a viejo estas solo y el auricular del suicidio no timbra para distraerte. Alzo la mirada y la habitación parece mi carrera 22 entre calle 25 y 26. Mi carrera 22 que la rodean dos cementerios. Mi carrera 22 por la que flotan almas judías y cristianas, que van para la misma mierda, el mismo cielo. Mi carrera 22 que ahora no es más que un parque para vivos construido sobre difuntos.

Puta vida. Casi me quedo dormido y el cigarrillo prendió la mitad de la cobija de tigres azules y negros y amarillos, color tristeza. Corro a la cocina y lleno un balde con agua para apagar el fuego. Shiff. Humo, mucho humo. Corro a la ventana para sacar la cabeza. Humo, mucho humo. Mis ojos comienzan a destilar tristeza. Descanso. Mi noche se torna humo, mucho humo clap, clap. Vuelve todo a la calma. Cierro los ojos observando como retorna Osiris.

Coincidencia

La gente se amontonó alrededor del cuerpo siguiendo con la morbosa costumbre de despedir a los muertos. Él estaba tirado en la clásica posición de buen hijo, con las entrañas un poco inflamadas y los labios algo secos de haberse fumado los dedos.

Uno de los testigos presénciales del milagro se ofreció a relatar el hecho a la policía que se acercaba para hacer el papeleo necesario. Ellos – la policía – tomaron fiel nota del sesgado relato que con gran emoción les contó Joaquín - un transeúnte obsesivo– quien reparó en todos los detalles del macabro acontecimiento.

-Salió caminando lento – dijo Joaquín – con el rostro oscuro, como si de alguna manera supiera lo que le iba a acontecer. Esculcó sus bolsillos; supongo que buscaba cigarrillos.

En ese momento objetó el teniente, que era un hombre de mirada confusa y cuerpo macizo

- ¿Porqué afirma eso?

- Su rostro reflejó decepción al sacar sus manos de la forma en que entraron, vírgenes de esperanza. Luego su mirada escudriñó el lugar sin encontrar un humano vendedor de cigarrillos, sus manos comenzaron a temblar y…

En ese momento volvió a interrumpir exaltado, el hombre de la mirada confusa que para ese entonces no era tan macizo.

- ¿Porqué cree usted que son unos mal(ben)ditos cigarrillos?.

Joaquín esperó a que el teniente se calmara y respondió:

- Verá usted, si me deja proseguir, por que menciono esto.

Para ese instante los otros dos policías, el teniente y el dueño del bar estaban entretenidos con el cuentero – o el testigo presencial del milagro – y lo animaron a continuar.

- Su desesperación llegó a tal punto que intentó golpear a un hombre que deambulaba cerca, fumando un fino cigarrillo alargado de tonalidad oscura, con tan mala suerte que del susto el hombre dejó caer el tesoro a un profundo océano de agua enlodada, como de dos centímetros, allí perecieron todas sus esperanzas. Se sentó sobre el pavimento y pensando que hacer, dio un brinco instantáneo como si una idea lo hubiera asaltado, volvió al bar y preguntó al mesero si tenía un cuchillo que le prestara. Éste accedió algo extrañado a la petición, y ante la presencia de todos en el recinto – el mesero, una pareja, una cucaracha que resbalaba por entre las cenizas de la chimenea y yo – sobre una mesa desocupada colocó su mano izquierda, tomó por el mango el cuchillo con su mano diestra, y un golpe seco circundó por los oídos de los presentes. El maldito bastardo se había quitado el dedo anular delante de todos nosotros, luego lo limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo izquierdo con su mano derecha y pidió un poco de fuego al mesero para salir a fumarse su propio dedo. Desde que aprendió a fumar nunca se había sentido tan omnisciente de poder…

Y por tercera vez el hombre que ya no era de cuerpo macizo y había perdido la confusión en su mirada interrumpió a Joaquín oponiéndose a la manera tan fantástica y subjetiva que con la cual relataba el suceso. Joaquín juró al teniente intentar ser objetivo en la terminación del relato y prosiguió:

- Después de haber terminado su dedo anular continuó ritualmente con el meñique, el corazón y los dos restantes, cada vez disfrutando más de aquel vicio que terminaría literalmente y de forma algo más apresurada con su vida.

En ese momento el despojo de teniente supuso que la causa del fallecimiento había sido el desangramiento del difunto, pero uno de los policías – el listo – preguntó por la sangre, con lo cual adujeron no conocer aún la causa precisa del fallecimiento. En ese momento irrumpió Joaquín en la conversación y continuó su relato:

- Era escritor - afirmó seguro -

A lo cual por primera vez la sobra de sargento no objeto nada (para ese instante el teniente se había degradado).

- Era escritor – repitió Joaquín – pienso – agregó. Después de fumarse los dedos adquirió cierto aspecto de drogado, como si de alguna manera sus dedos fueran narcóticos ilusorios que aliviaran en algo su pena. En ese momento apareció por entre la puerta ella, una ilusión entre mujer y diosa semejante a un antiguo adonis.

Por última vez el grupo de tres policías interrumpieron preguntando en coro:

- ¿Quién era ella?

Joaquín previó la incertidumbre y comenzó a describirla:

- Era bella, sublimemente hermosa, hija del sol con ojos de tierra, con cierto aspecto de pesebre inmerso en la tristeza. En pocas palabras, mujer caucásica de aproximadamente dieciocho años, uno setenta de estatura, ropa holgada y algo sucia, con un saco azul oscuro de hilo dorado al borde del cuello en la mano derecha y fumadora compulsiva; seguramente estaba con él. Cuando apareció por entre la puerta – continuo relatando – el difunto se alteró de tal manera que el poco común efecto narcotizó su rostro, vaticinando de extraña forma lo que comenzaba a circular por sus venas de manera acelerada, una sustancia viscosa de olor grisáceo. Ella se acercó lentamente como si cada paso fuera igual de importante al que lo precedía. Sus ojos comenzaron a desangrarse, luego los fijó en él y se sonrió. No parecía asombrada, triste o melancólica: simplemente no perecía. Al llegar hasta él le susurró un conjuro de palabras que le incendiaron los ojos, las cuales fueron….

En ese momento un fino sonido que se repitió tres veces irrumpió en el relato de Joaquín, quien tuvo que abandonar la escena del crimen por que su hermano se había colgado con un saco azul oscuro de hilo dorado al borde del cuello.

La Cuerda

Era aun de noche cuando la conocí. Su figura lánguida se ocupaba de la luna. Me sentí extrañado al verla sola jugando con la cuerda. El sonido del ambiente era un continuo silbido. Un vaho azul la envolvía; hubiese podido jurar que levitaba, que su triste reflejo era tan puro, y que por esa razón el asfalto se sumía debajo suyo para dejarla flotar. Una mueca en forma de sonrisa la diferenciaba de cualquier otra silueta en la circunspecta noche. Ella me notó. Giró su mirada sobre mí y continuó jugando con la cuerda. Me sentí intimidado, como si sus ojos fueran un daguerrotipo antiguo. Soltó la cuerda por un momento y sin levantar la cabeza del suelo caminó justo en dirección mía. Percibí algo extraño, creí por un momento que el frío me cubría el cuerpo y me recorría y me sacaba los ojos para colarse por entre mis entrañas, sin dejarme mover. Inerte quede allí, retratado en el tiempo. Se acercó lo suficiente para percibir como su olor se dislocaba por mi cuerpo. En el silencio maldito de aquella noche escuche por primera vez su cadenciosa voz convidándome a saltar la cuerda. En ese instante volví sobre mí y sentí como el miedo se escapaba por entre mis poros. Engrosé la voz y le dije ¡no! Ayer volví a pasar por allí, la descubrí nuevamente: esta vez más familiar. Volvió a dirigirse a mí llevando la cuerda para invitarme a jugar, y yo le contesté con una sentencia proscrita, nuevamente que ¡no!

Pienso – Hoy espero que al cruzar por la esquina nuevamente pueda verla, para que me ofrezca saltar la cuerda. Caminó. Doy dos pasos. Giró la cabeza sobre mis hombros y descubro un texto color rojo: “Me cansé de esperar que me acompañaras. Hoy salté la cuerda sola”. Encima del texto cuelga una figura lánguida amarrada a la cuerda. Siento como terminó de sudar y vuelvo por el mismo camino a casa.

El Duraznero

Aunque la clarividencia de sus premociones le hizo presentirla por entre la multitud, sus pretensiones esquivaron el pasado imperdonable al que le habían condenado. De a pocos la multitud se fue atenuando, así que las dos figuras pretendieron ser humo, mucho humo; sin embargo su cruce fue irremediable. En el momento en el que las dos siluetas se convirtieron en mutuas sombras, él le susurró un par de palabras con los ojos algo vidriosos y ella pareció no percatarse.

Sus oídos eran algo pequeños. Cuando la estrellé en el pasillo encontré por primera vez su delicioso cuerpo anómalo. Mientras la levantaba reparé en su cuerpo parte por parte, y en definitiva sus oídos eran desproporcionados. Le ofrecí disculpas. Ella avanzó sin musitarme ni una sola palabra. Volví sobre mi camino. Con los detalles que había retenido de ella, comencé a construirla en mi imaginario; y de pronto supuse que se llamara Ángela, que tuviera veinte años y un conejo llamado… no se, pero un conejo; supuse que le gustaría el vinotinto después de cada beso, que iría a cine los martes, que su color preferido sería el amarillo, y que talvez estuviera pensando en mí.

Llegó trastabillando después de un incidente en el pasillo. Sus pensamientos sin cojera retenían fielmente ese ritual en el que la auxilió a pararse, ofreciendo al mismo tiempo dos palabras en disculpas. Se preguntaba quién era y porqué la había estrellado, o por lo menos eso era lo que creía. No sospechaba siquiera que detrás de esas preguntas, su cuerpo escondía una afirmación certera de un gusto por él.

Cuando volví a recorrer el pasillo mengüé mis pasos, de esa manera tendría mayor esperanza de volver a tropezarla. Luego de algunos momentos me percaté que era martes y que estaba en cine, así que la posibilidad de estrellarla se desvaneció sin siquiera forzarlo. Mente en blanco. Recobro mi habitual paso.

Con sumo cuidado, ella abordó el pasillo, evitando distraer la mirada. Lo recorrió de principio a fin sin poder escucharlo. Cansada reposó su cuerpo en una silla. De pronto una sombra comenzó a descubrirla. Era él y se aproximaba. Hola. Ni por un momento movió la cabeza. Él se dejo caer suavemente sobre la silla para no espantarla. Luego de unos cuantos días de sembrarse allí él comenzó a hablarle. El parentesco de los dos cuerpos permitió que las palabras de él no espantaran la presencia de ella.

Le conté todo sobre mi vida. Todo sobre la suya. Le propuse que nos “domesticáramos” – en el sentido más principesco –. Fue triste, solo observaba mis labios sin pronunciar palabras. Creo que es sordomuda. Mierda. Así, no sabía que sucedería la próxima vez que nos reuniéramos, pero de cualquier modo le haría saberlo todo.

La última vez que recorrió el pasillo cargaba un folio con muchas hojas y un marcador. Al observarlo ella se extrañó algo. Era la primera vez que el parentesco de sus cuerpos se veía irrumpido. Él se acercó y lo primero que hizo fue sacar una hoja de su folio con un grande saludo. Ella apenas sonrió.

Con esa sonrisa en su rostro quedé aún más desconcertado. Me acerqué un tanto descontrolado al altar de madera, en el que habíamos convertido la silla y me senté. Algo lento, saqué una nueva hoja y con la mano, en alguna medida incrédula pregunté el motivo de su risa.

El pasillo fue recorrido por sonoras carcajadas. El rostro de Santiago – él – aspiró las estruendosas risas de Ángela – ella –. Arrugó las hojas. Estúpido, levantó el cuerpo adormecido en la silla y presuroso abandonó el pasillo. Entre tanto Ángela estupefacta, quedó allí sentada, sopesando de alguna manera extraña la triste huida de su compañero de juego.

Aunque me alegra que no sea sorda o muda, es una maldita. Por qué esperó a ridiculizarme y hacerme saber que sí se daba por enterada de mis pretensiones. Sus risas son bellas. Su boca emana solo felicidad. ¡Maldición!: humo, mucho humo. ¡Maldición!: humo, risas con humo. ¡Maldición!: sonrisas, humo de sonrisas.

Estaba tan apenada de cada una de sus carcajadas, que olvidó por completo alimentar su conejo. Salió a buscar por el pasillo a Santiago, a decirle siquiera una palabra, aunque eso le representase violar su juramento y adentrarse en la tonta ambigüedad de cada uno de sus fonemas. Ella había descubierto tiempo atrás que un buenos días, de un día en el que te sientes amo del mundo, en el que crees que las demás existencias solo se disponen ha orbitar sobre ti, era diferente a un buenos días, de una mañana trastocada por el recuerdo de una terrible pesadilla; que decir te amo no era te amo cuando no sentías que con cada letra dejabas que se te descociera algo de entre las entrañas para que se zurcieran a unos ajenos oídos; y que no importaba si se llamaba Ángela, Angélica o Juliana, que eso no era más que un rótulo a una forma de mirar, que era distinguir apenas una manera de bailar, un rótulo que se adecuaba a una soledad que era como un abrazo de cristal. Ese juramento de dos años atrás, ya no importaba, ahora solo era él, con su necesidad malsana de las palabras.

Estoy esperándola hoy: saber si volverá a sentarse y compartir mi ritualismo. Ella entra por el costado norte del pasillo y me quedo detallándola paso por paso. En verdad su suntuaria belleza hacia clandestina la nimiedad de sus oídos. No sabía como mutar mi rostro. Nuevamente la veo y solo recuerdo. ¡Maldición!: humo, mucho humo. Escucho un hola, qué tal te va.

En ese momento las puertas comenzaron a abrirse y el pasillo se iluminó de a pocos. Él quedó confundido al escucharle la voz. Entre tanto ella continuó acercándose y se sentó junto a él. Hola, Santiago. Al escuchar pronunciar su nombre sintió que la boca de Ángela se configuraba chimenea y que su nombre no era más que una maraña de humo que de a pocos le recorría el cuerpo y lo vertía en un pálido reflejo de la sombra de ella. No entendía si era amor o capricho, o talvez costumbre del ritual que día tras día habían comenzado. No lo entendía y en su dejarse ir, no se permitió sentir que la silla se había tornado árbol y que debía elevar su cuerpo como por entre las ramas de un durazno.

No entiendo cómo, pero sus palabras comenzaron a transformarlo todo. De a pocos nuestra silla tuvo flores en parejas que vaticinaban que aquello era ahora una árbol de duraznos, y que como todo árbol de ese tipo sólo tendría hojas después, así que debería prescindir de mis propias hojas, y aprender a comunicarme a través de sus duraznos. De esa manera su verbo lo cambió todo y del ritual monofónico no quedó más que la idea de un viejo trautonium, que pudiese imitar voces de personas; y, como en la Biblia, su verbo separó la luz de las sombras, y nuestros rostros tendieron a desconocerse sin sus antiguas penumbras. En ese momento mi propio rótulo (el de Santiago) se agolpó en sus oídos y entendí que ella lo sabía todo de mí.

En aquel instante el tiempo simuló distorsionarse para que las dos personas allí presentes tuvieran todas sus vidas para reconciliarse. Angélica comenzó a explicarle a qué se debía su malicioso silencio, contándole algo de su pasado, explicándole que para el mundo sus palabras eran un nuevo inició, que sobre ella recaía una maldición antiquísima proveniente de su familia. A él solo se le presentaron como mentiras, pero parecían no importarle. Al fin ella hablaba con él y eso era lo único que le bastaba, así que comenzó a preguntarlo todo sobre ella. Y a cada pregunta de él sobrevenía una respuesta que se encargaba de brindar certeza al respecto de lo que Santiago se había imaginado. Y conoció así a Laurencio, el conejo que ella tenía y que prefería por encima de un gato o un perro, porque Laurencio no era una mascota con la que podía jugar cada vez que quisiese: aquel conejo era solo otro morador más de su casa que le brindaba a sus noches un color zanahoria; supo que Magonia, de Ineke Smits, era la última película que había visto y que le había encantado porque a veces se sentía como aquel padre que relatando historias a su hijo le cambiaba el mundo. Por todo eso, Santiago se convenció que ella era suya y que al igual que el árbol sobre el cual estaban subidos. Ellos dos eran otra pareja de flores.

Durante todo el antelucano se hicieron el amor bastándoles sólo las palabras. Tuvieron duraznos y fueron felices, pero sobrevino el amanecer y debieron abandonarse. A Santiago la idea de separarse de ella le parecía absurda, pero Ángela, con sus palabras, lo disuadió de su testaruda convicción y bajó como pudo del durazno, jurando que ese mismo día volverían a encontrarse sus cuerpos. Ante eso Santiago no tuvo más que aceptar y observar cómo de nuevo el árbol se transformaba en silla y el pasillo cerraba sus puertas.

En el momento en el que Ángela se alejaba Santiago notó que al descender del árbol ella había dejado caer, accidentalmente, su cartera, así que él, ya en la silla, la tuvo al alcance y pretendió por momentos no querer auscultarla, creyendo que le bastaba lo que se habían dicho para conocerse. Pero Santiago no escapó a su condición humana. Tomó la cartera en su mano derecha usando su izquierda para abrirla sin sospechar siquiera la tremenda verdad que ésta resguardaba. Lo primero que encontró al abrirla fue una factura de compra de un conejo en la tienda de mascotas, factura que a su pesar no tenía más de una semana de expedida. Luego se topó con la colilla de una entrada a cine que correspondía a Magonia, pero que no era de un martes sino de un viernes.

Sobrevino a Santiago, entonces, el temor propio que se debe pagar por la curiosidad humana, y ya sin poder evitarlo descubrió una identificación, y aunque era la misma foto, su misma Ángela o Angélica, correspondía a una Juliana, una Juliana que le sonaba extraña y que lo alejaba de la creencia en los rótulos y lo condenaba a su condición mundana de temor.

Con esto entendí que aquella mujer a la cual amaba solo se hallaba existente en mi imaginario, que lo único que aquella intrusa había hecho era ofrecerme un simulacro de mujer, como si no fuera más que un desahuciado del amor implorando sobras de realidad. Así que luego de esto comencé a pensar cómo debía hacerle pagar por su macabra trampa y pensándolo, repensándola y examinándola, recordé aquello sobre lo único que tenía certeza, su extraña desproporción en los oídos, aquella nimiedad que ya no lo era tanto: su extraña desproporción sería la clave para mi revancha.

Santiago levantó su cuerpo de la silla y caminó en dirección a su casa para esperar el traslado del tiempo. Durante el recorrido tuvo clara su venganza. Al percatarse que al parecer a la desconocida solo le interesaba cada una de las palabras escuchadas, consideró que debía desproveerla de sus oídos, provocar una sordera que le gritara todo el tiempo la soledad a la cual la había condenado. De esa manera no sólo repararía todo el daño que le había causado, si no también evitaría que algún otro crédulo pudiera brindarle una nueva vida, porque eso era lo que tenía más claro: ella no era más que una usurpadora de vidas. Su maldición, entonces, realmente no era que su verbo reformulara lo circunspecto de su vida (porque no tenía) ni esa imposibilidad de satisfacer sus propios apetitos, de carecer de su propia iniciativa. Para existir debía andar por el mundo robando las intenciones ajenas.

Al mismo tiempo en el otro lejano extremo del pasillo se hallaba Juliana – nuestra desconocida – que dando de comer a Laurencio comenzó a recordar aquella noche que había tenido junto a Santiago. Creía que por fin había encontrado el parámetro preciso para imitar una vida, que contraria a la suya no repugnara de sencillez (o por lo menos eso era lo que ella pensaba), ya que al igual que en el primer encuentro no sospechaba siquiera de lo extraño que estaba por ocurrirle.

El sol sobrevino sobre el pasillo y de cada uno de los extremos comenzaron a florecer las primeras hojas del durazno como si la naturaleza presintiera que de ahora en adelante deberían hacer uso de ellas si querían entenderse. Allí aparecieron los dos cuerpos que atraídos talvez por la costumbre o atraídos talvez por las intenciones contrarias aceleraron su paso para encontrarse. Estando a la misma distancia del durazno sus cuerpos simulaban levitar mientras recorrían por última vez el tramo del destino en el que por asuntos del azar habían coincidido. Él, percibiéndola cerca, inclinó ligeramente su cabeza, eliminando así la poca distancia que existía entre su boca y la de ella, invitándola, al mismo tiempo, a que no trepara al árbol sino a que se acercara y lo besara para se percatara que había sufrido cada momento de lejanía de sus cuerpos O por lo menos eso fue lo que ella creyó cuando se aproximó aún más extasiada para besarlo y hacerlo prometer que a partir de ese día nunca más habrían de separarse. Antes de estrellarse los dos cuerpos, el Melocotonero o Duraznero, nombre común de un árbol caducifolio de la familia de las Rosáceas que produce el fruto llamado melocotón o durazno, nativo de China, cultivado en todas las regiones templadas y subtropicales del mundo y cuyas flores nacen antes que las hojas, que son lanceoladas con el borde aserrado, y aparecen solas o en parejas, tuvo como fruto a la nectarina, una variedad nucipersica, el último fruto que tiene el árbol antes de desflorarse, encontrando de ese modo su triste destino, sucumbiendo ante su estado palmar.

Simulando querer abrazarla la tuve tan cerca que cuando arranqué sus orejas. Debí aspirar fuertemente el néctar proveniente del árbol para embriagarme y no percatarme que su sangre entibió mis manos y que por instantes debía sentir misericordia de su mirada extraviada por la falta de sonidos. Era frío saber que ese acto que ritualicé, había sido la última manera de defensa ante esa escucha enfermiza que grababa con tremenda exactitud cada una de mis palabras para erigirlas realidad…