sábado, 14 de julio de 2007

La Cuerda

Era aun de noche cuando la conocí. Su figura lánguida se ocupaba de la luna. Me sentí extrañado al verla sola jugando con la cuerda. El sonido del ambiente era un continuo silbido. Un vaho azul la envolvía; hubiese podido jurar que levitaba, que su triste reflejo era tan puro, y que por esa razón el asfalto se sumía debajo suyo para dejarla flotar. Una mueca en forma de sonrisa la diferenciaba de cualquier otra silueta en la circunspecta noche. Ella me notó. Giró su mirada sobre mí y continuó jugando con la cuerda. Me sentí intimidado, como si sus ojos fueran un daguerrotipo antiguo. Soltó la cuerda por un momento y sin levantar la cabeza del suelo caminó justo en dirección mía. Percibí algo extraño, creí por un momento que el frío me cubría el cuerpo y me recorría y me sacaba los ojos para colarse por entre mis entrañas, sin dejarme mover. Inerte quede allí, retratado en el tiempo. Se acercó lo suficiente para percibir como su olor se dislocaba por mi cuerpo. En el silencio maldito de aquella noche escuche por primera vez su cadenciosa voz convidándome a saltar la cuerda. En ese instante volví sobre mí y sentí como el miedo se escapaba por entre mis poros. Engrosé la voz y le dije ¡no! Ayer volví a pasar por allí, la descubrí nuevamente: esta vez más familiar. Volvió a dirigirse a mí llevando la cuerda para invitarme a jugar, y yo le contesté con una sentencia proscrita, nuevamente que ¡no!

Pienso – Hoy espero que al cruzar por la esquina nuevamente pueda verla, para que me ofrezca saltar la cuerda. Caminó. Doy dos pasos. Giró la cabeza sobre mis hombros y descubro un texto color rojo: “Me cansé de esperar que me acompañaras. Hoy salté la cuerda sola”. Encima del texto cuelga una figura lánguida amarrada a la cuerda. Siento como terminó de sudar y vuelvo por el mismo camino a casa.

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