viernes, 3 de febrero de 2012

Desayuno

Soy rubia. Rubísima.
Soy tan rubia que me dicen:
La Mona”
Andrés Caicedo
Y recordé que su figura espigada con piel blanca recubierta, era casi tan alta como la mía. Recordé sus labios secos, sus dientes grandes y su cabello que le caía sin ningún tipo de orden sobre toda la cabeza permitiéndole espiar por entre las formas que se le hacían sobre los ojos claros, cada nuevo color, olor y sonido. La comencé a recordar en la calle 127 cuando me sorprendió su pronunciada sonrisa que de a pocos se fue menguando cada vez que le decía algo. Recordé cuando la examine sin reparo mientras estábamos en un Transmilenio con dirección al oriente. Recordé su ropa sencilla y sus ganas de hablar hasta más no poder que se veían minadas por la pequeña cajita de español que tenía. Recordé sus manos grandes, sus dedos largos, sus piernas firmes, sus caderas anchas, sus tetas precisas y el tono de su pelo rubio, tan rubio por esos días en una ciudad gris de colores mestizos y criollos, que con el paso del tiempo la termine llamando: La Mona.
Me encontré sorprendido recordando con fina exactitud su amor por la música latina, por el merengue, por Juan Luis Guerra y los bares repletos de negros bailando salsa y ritmos del pacífico de la forma que sólo saben hacerlo ellos. Hermosos avatares de piel oscura y contoneos delirantes. De la vez que por la carrera 3, en un pequeño recinto, nos colamos para que en medio de la noche y la espuma de las cervezas sintiera su cuerpo yendo y viniendo con menos timidez de la advertida; moviéndonos a compás sencillo y tratando de no dar tantas vueltas para no complicar todo el asunto de la torpeza europea que habitaba en sus pies.
Recordé infinitud de detalles. Mis clases de inglés a la tarde y como te parecía que mi voz en mi precario y recitado segundo idioma era mucho más suave y menos agresiva que las primeras veces que la escuchaste repitiendo de mil formas la historia de los sitios que recorríamos por esa ciudad fría que con tanto gusto te mostraba, atiborrándote de información que difícilmente procesabas. Recordé el cementerio y entonces busqué esto:
“Duerma en paz, y Dios permita
Que logremos disfrutar
Las pobrezas de esa pobre
Y morir del mismo mal”
RAFAEL POMBO
A mí, no me gustan los cementerios. Pero, cuando mi guía me anuncia que la próxima parada nuestra es el Cementerio Central de Bogotá con tanta autoridad, no tengo la inclinación de informarle que a mí, no me gustan esos catálogos vacíos y depresivos de personas.
-“A mí, me gustan los cementerios”.
Felipe me dice conduciéndome por la puerta de la cárcel y me confronta con un corredor desierto flanqueado de celdas de concreto y mármol.
-"Sabias que fue construido en una forma circular para diferenciarlo del resto de la arquitectura española, ¿te acuerdas…?"
-"Si, cuadros." Ojos oscuros me fijaron sin parpadear.
-"Y, ¿sabías que antes, la gente solía enterrar sus muertos en sus casas?
-"Ok"
-"Y, sabías que debían enterrar personajes importantes aquí, para que la gente pensara que era una buena idea."
-"Ok"
-"Y, ¿te das cuenta de qué forma es el cementerio? Es una cruz. Mira."
-"Ok"
-“A mí, no me gustan los oks. Es como si te pareciera aburrido."
-"No, no me estas aburriendo", lo digo, abriendo mi sombrilla para protegerme del mal humor de Bogotá de nuevo, "es que...
A mí no me gustan los cementerios, iba a decir, pero me interrumpe con los ojos... y su voz... Sabias que... Sabías que este, ese y ese son tumbas de todos los candidatos presidenciales que se mataron en los años 90s… Sabías que cada colombiano puede recitar algo de ese Rafael Pombo… Sabías que, sabias que.... no, no sabía.
-¿Sabías que este escritor Silva del billete de 50 estaba loco por su hermana? ¿Sabías que la gente viene cada lunes a suplicar a estos santos? Sobre todo a este, Don Leo, el de bronce.
¿Qué suplicarías, tú? Sus ojos oscurecen, me detuvieron, no, mejor no preguntarle. Cierro la sombrilla. “¿Tienes más historias?”
“Pues, ¿qué hiciste hoy? ¿Pasaste rico?”
“Me llevo al cementerio. ¿Has ido?
“Yo, no, es que… a mi no me gustan los cementerios.”
Y al releerlo te recordé de una forma diferente, como si fueras inventada, una fantasía con fecha de caducidad. Ajena y apenas coincidiendo conmigo como si tan sólo fuera una escala más, te propuse un mes de compañía y te hable de mis gatos y te deje colar por mi casa y recostarte en mi cama revolcándote entre las cobijas casi siempre con ropa. Que extrañas maneras tenías para ser una mujer casada de primer mundo que se encontraba de vacaciones en el tercero.
Y así entre recuerdo y recuerdo, las imágenes fueron y vinieron, topándome con tu almuerzo binario de 2.5 soles y tu cena de ceros y unos, adornada por cuentos de un hombre del sitio donde ahora vivo, quedándome pendiente tan solo el desayuno.