lunes, 19 de julio de 2010

En Construccion

Si los Aires fueran una ciudad de zombis, hombres muertos andarían por doquier comiéndose a todos los perros que pululan por entre las calles, las casas y los balcones, y ya no sería la ciudad de los perros y de la mierda.
En esta ciudad de zombis todos los habitantes descansan en 95 hectáreas destinadas sólo para ellos, una parcela bellísima con cámaras y re-cámaras hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba cielo azul, loros color verde y morado que espantan a las palomas en medio de gritos seudo-zombis, hacia abajo un olor que apenas si fluye, como estancado; hacia arriba una ciudad que me espera, hacia abajo la ciudad en la que habito; hacia arriba de donde se viene, hacia abajo para donde se va.
Los zombis más recatados llegan atravesando la avenida Guzmán, otros que por entre Warnes y Jorge Newbery saltan las tapias altísimas porque viven en el sur y los otros, los últimos los que vienen a morir de afuera que llegan en los trenes de San Martín y copan las estaciones y los rieles con sus restos llenos de sudores fétidos y carne podrida.
Ya al atravesar las columnas todo cambia, la parcela bellísima se encuentra tan bien organizada que es lo que en verdad asusta, la ciudad dentro de la ciudad ya no tiene nombres, sino que de nuevo se usan los números como seña, como indicio de guianza. La industria duerme y las chimeneas del crematorio recuerdan la época en la que se incineraban a los zombis, quisiera arder así de vez en vez, como en las piras antiguas en medio de tablones. Temperatura promedio de 760 a 1150 °C, lo suficientemente caliente para quemarlo todo, dependiendo de la altura.
Los habitantes zombis también tienen sus perros, que son más bien loros pero que no repiten nada que se pueda escuchar. Los más importantes viven en el centro, en el subsuelo de Maurits por entre los números subiendo y bajando escalones en todas las direcciones imaginables, y en las inimaginables también que es de lo más cómodo, sólo no hay que respirar, debes contener el aire para saberte vivo.
Los más acomodados descansan en mausoleos que rememoran edificaciones antiquísimas romanas, góticas y neoclásicas que cuentan con uno, dos y hasta tres sub-pisos. Hay otros que prefieren algo más campestre y viven en medio de jardines, pero en las jornadas de invierno prenden las chimeneas del crematorio, ya solamente para calentarse un poco y sobre llevar la ola polar que llega una vez cada año a la ciudad.
Tienen un santo que los cuida, y al que en el parque contiguo, el de los andes le colocaron un altar en medio de banderas rojas y cartas con letras casi ilegibles, casi analfabetas, ya que en definitiva para creer en algo no se necesita un titulo que lo convalide. Su nombre de pila Antonio Mamerto Gil Núñez, el de profesión Gauchito Gil. Un campesino por allá del siglo XIX sobre el cual se dicen tantas cosas que no importa cuál de ellas sean ciertas. Sólo que fue asesinado justo bajo un árbol de Algarrobo, que tampoco se aclara si fue europeo, loco o criollo, o mejor Cercis o Guapinol, se sabe que fue un árbol para colgarlo del pie, y no para estacionarse como un globo.
Al Gauchito, todos los llevan en alguna parte del cuerpo, como estampitas pegadas, para encomendarse a él en el momento en el que salen de su ciudad, a las ruinas de la antigua capital federal, que luego de una ola polar prolongada quedo como congelada en el tiempo, con calles completamente vacías, mercados chinos desolados y uno que otro pibe chutando una pelota contra el pavimento.