miércoles, 21 de octubre de 2009

Funcionario francés

Marcel estaba mirando Tvfrance por su computador. La oficina tenía una silla excelente para mirar tele en las horas muertas del trabajo. Una tarjeta de televisión conectada a su ordenador le permitía que la antena satelital, pegada fuera del edificio blanco marfil, mirando hacia lo alto, transmitiera la señal del canal francés. Verlo cómodamente en su oficina, sentirse en Francia un rato. Su papel era importante en la fundación; en realidad, sólo firmaba papeles e iba a negociar cuando se requería. Una bella sonrisa y ojos azules, voz delicada y varonil, un acento de R apagada por falta de fricción de la lengua con el paladar, y el acento gangoso al final de frase. Una mente sagaz y conocedora de hombres, algunas veces totalmente atónita de la experiencia del otro. Todo un gestor humanitario.
Desconcertado observaba una noticia. Los agricultores protestaban en Francia pidiendo millonarios subsidios como los que habían tenido los banqueros con los planes de salvamento. Una salvación para la crisis, exigían hablar con Sarkozy. Después una noticia de un suicida en el metro que muestran en cámara lenta mostrando como el suicida intenta ser salvado por un hombre y cae también, los dos muertos. Inicia entonces el programa. Un hombre bordeando los sesenta con un atuendo informal presenta en una mesa los cuatro reporteros que hicieron las cuatro notas del programa. Cuatro reportajes de distintos lugares y temas que eran mostrados a los largo de una hora.
El primer reportaje fue sobre una empresa de bricolaje, que como oficio tenía curar la madera de antiguas casas y fincas de la campiña francesa. Mostraban el tratamiento a aplicar encima de los grandes soportes de madera que sostienen la casa en pie, para evitar que entren insectos que deterioren la madera, o que la vejez de la misma haga venir la casa abajo. En seguida una morena habla sobre una ciudad alemana donde hay una feria de arte. Ella recorre todos los espacios del museo, invitando al televidente a asistir a esta ciudad. Recomendó especialmente el videoart de un taiwanes. En la sección de deportes hablan de “Le wakeboard”; consiste en ir en una tabla tras una lancha en un lago jugando con las olas que va dejando el paso de la maquina por el agua, giros de dos metros de altura en un sentido y otro como acróbatas de circo. Impulsados por la maquina a todo motor, los chicos salen volando de un lado para otro, sintió una fuerte patada en su espalda, algo había vuelto añicos la ventana e irrumpió en el programa.
Se levantó inmediatamente, algo atontado por el impacto y el sonido del metal resonar sobre el piso. Escuchaba al joven reportero discutiendo con el viejo bien vestido sobre la bendita tabla para lago sobre la mesa. La pipeta de gas propano había caído justo atrás de él, aún no estallaba, una luz. El estallido voló una pared e hizo mover el polvo entre cada ladrillo, el letrero de la Cruz Roja pegado en la fachada se soltó de un lado al mismo tiempo que la puerta proyectada de sus goznes golpeó a la secretaria que llevaba los papeles a su jefe en ese instante. En la habitación Pierre Morville hablaba de las huelgas en Orange Labs, después el atraso de trenes en la estación de Paris. Todos tenían un pitido constante en el oído. Una mujer de falda corta y escote temblaba compulsivamente bajo un escritorio con la mirada perdida y la boca llena de saliva, nadie se levantaba. Sólo se escuchaban gritos y quejidos.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El Plato de la Otra Mesa

No sé si lo han notado, pero cuando por lo general ustedes – los comensales – entran a un restaurante y se acerca el mesero con platos envueltos en una carta; al principio siempre creemos que la elección que tomamos ha sido la mejor. Viene una amena charla, entre apenas unos desconocidos que se pretenden familiares – no se dan cuenta tan siquiera de la forma en que sus ojos se esquivan tímidamente – como preámbulo para el banquete que comienza a adornarse con los cubiertos, los platos y las copas.

Las entradas que preparan nuestro paladar para el festín, en muchos casos se nos antojan deliciosas, tanto así que solemos empalagarnos golosamente – pienso que en la mayoría de ocasiones deberíamos quedarnos solo con las entradas – hasta rebozar nuestras panzas, para luego aún así, asumir una cobardía ante la lógica que nos impide levantarnos de la mesa y pasar por descorteces, y no nos deja otra opción como comensales más que creer a pie juntillas que nuestro plato fuerte es la mejor elección.

La conversación, que por momentos se vuelve monótona se encarga de aderezar la espera del plato. Si la conversación resulta lo suficientemente comprometedora dará la apariencia de haber superado la posible pesadez ocasionada por las entradas y preparará las panzas para tragar sus propias elecciones, que aún inocentes pueden no prever la falta de saciedad que buscan sin saberlo.

Es importante en este punto aclarar que el tipo de comensales, define a su vez el tipo de restaurante y por tanto el rito en el que se convierte comer; entre más refinado y gourmet se pretenda, tanto o más así será el rito. Si por ejemplo encontramos una suerte de babero enrollado sobre el plato que anticipadamente anuncia un posible desastre, no es de extrañarse que no solo veamos los cubiertos con los que usualmente comemos, sino que habrá toda una suerte de artilugios que pretenden facilitar la ingesta, pero que al contrario de su naturaleza pueden tornase en grandes complicaciones, para un comensal desprevenido. Comer en esta forma se convierte en un rito que permite ser observado desde la de-gradación. Es bueno tener en cuenta que no siempre lo refinado y gourmet es lo que llena. Lo que en realidad nos llena es lo que provoca el desborde de la pasión por la comida, que dependiendo del comensal, puede ser observado como un pecado capital, la gula.

Cuando, luego de haber esperado y haber querido levantarnos más de una vez de la mesa, llega por fin el plato fuerte, que de acuerdo con la experticia del chef, vendrá adornado de una forma tan elegante, que por momentos no somos capaces ni de tocar. Hasta ese momento la comida ha superado, sin mayores tropiezos su lógica impuesta. Pero es justo en ese instante, cuando desprevenidamente y con la sensación de familiaridad que genera el haber hablado durante un buen tiempo en presencia del comensal de la otra mesa, que nuestros ojos comienzan a descubrir una verdad. Y es que el comensal, el de la otra mesa, ha elegido un plato fuerte que se nos antoja mucho más provocativo que el nuestro.

Comienza de esta forma un juego, que nunca se imagina el rito, donde cada mirada al otro plato, a la otra elección, nos golpea de frente cuando comemos bocado a bocado la nuestra. Esta situación hace que la conversación que acompaña la comida se torne tediosa y en muchos casos los silencios se prolongan, cuando el comensal antojado, solo se concentra en el otro plato tratando de entender por qué esa y no la suya, le resulta una mejor elección. Sopesa, el tipo, el tamaño y el color, y a simple vista podrían ser lo mismo, pero cuando con más detenimiento se fija en los acompañamientos del sabor, descubre, por ejemplo, que son calamares, ese sabor que enloquece su paladar – al igual podría pasar hasta con el pollo – y que ya hace tiempo no lo prueba y quiere recordar.

En un principio trata de entenderlo como un simple antojo, algo pasajero, pero en el momento en el que observa el labio inferior del otro comensal, el de la otra mesa, relamiéndose con un gusto exaltado, tan de puta madre; el antojo se convierte en una pretensión de tenerlo todo en su boca, llenando cada uno de los pequeños poros de su lengua y por momentos haciendo que pierda hasta la razón. Es como si por ejemplo cada mirada sobre la otra mesa fuera una caricia sobre su espalda, y cada bocado un beso.

Estando así, vuelve como en un aterrizaje forzoso sobre su plato, y apenas si lo prueba, obedeciendo a la misma lógica que minutos antes, no le permitió levantarse de la mesa, lo prueba como con desgano, teniendo la certeza que no llenará su panza – para ese momento ya es consciente de porque se encuentra allí – pero aún así seguirá probándolo, sin querer comerlo, y es en ese momento que pensará sobre la bebida.

Es la bebida una parte importante del rito, en ella se demuestra cual es la forma para tragar las cosas. Si de nuevo volvemos sobre el babero, ya no enrollado encima del plato, sino puesto sobre nuestras piernas, no es de sorprenderse por ver un par de copas que más o menos tengan las siguiente características: un diámetro de más de 6 cm, para que la nariz quepa en la copa al beber el vino (siempre se quiere tener metida la nariz donde no se nos ha pedido); dos, un delgado espesor, que pueda dar a los labios la sensación de saborear mejor (eso puede funcionar de perfecta forma cuando los labios no son lo suficientemente buenos por si solos); tres, la copa debe tener el borde ligeramente doblado hacia adentro, de manera que el olor se mantenga (los olores siempre son importantes, aunque hay unos que percibimos de mejor forma que otros); cuatro, la copa debe ser completamente transparente y con pie para apreciar bien el color (en definitiva el vino es una bebida que se pretende completamente honesta); cinco, la base debe tener un diámetro suficiente para que la copa tenga buena estabilidad (aquellos comensales que prefieren el vino indefectiblemente, prefieren la estabilidad); seis, la copa debe tener un pie suficiente como para poder sujetarla sin calentarla con la mano (es impropio buscar calentar); siete, la copa ideal debe tener una capacidad mínima de 150 cc. (Siempre es necesario garantizar un mínimo de deleite, aunque en muchas ocasiones, se pretenda garantizar también un máximo); y ocho, cuando sirva dos vinos al mismo tiempo, coloque la copa más grande para el vino tinto, y la chica para el blanco (es una buena aclaración para los gustos del comensal). Si vemos esa copa, o alguna que guarde bastantes similitudes, hemos de afirmar que el rito se encuentra en su mayor grado de refinamiento y por tanto, no es prudente de parte de ningún comensal tener algún tipo de incidente, ni siquiera con las sobras.

Luego de esta reflexión el comensal antojado, no tiene otra opción más que meter su nariz en una copa inmensa, buscando saborear una bebida honesta. Un sorbo, otro más, pero no otro, el vino como bebida en exceso no es bien visto. Y en ese pensamiento gira su cabeza hacia la otra mesa y apenas si descubre una cerveza nacional fría. Algo mucho más sencillo, que permite el deleite en sorbos más largos sin necesidad de meter narices, o atrapar sabores. De hecho en ocasiones la cerveza permite la decencia de eructar si, así se quiere.

Comprobando esa situación, en un intento más, vuelve sobre su plato y su vino. De hecho hasta intenta retomar la amena conversación que por momentos tuvo en el principio con su compañero de mesa. El comensal compañero, que tal vez ni se ha percatado de ello, ya casi ha acabado con todo el plato fuerte y en un gesto de preocupación, pregunta si a caso no le ha gustado su elección, a lo que el comensal antojado, tiene que responder diciéndoselo más a él mismo – como una forma de afirmar lo que no quiere –, que al comensal compañero, que claro que le ha gustado, solo que al parecer no tiene tanta hambre. En estos casos, la parte final del rito puede tener dos finales. En uno el comensal compañero, convence al comensal antojado de la pertinencia de un postre para llevar a cabo de forma tradicional el cierre de la comida, y el comensal antojado, intenta como último recurso comprobar la efectividad de sus elecciones arriesgándose a escoger un postre, entre otras también para saber si llena su panza. En el segundo caso, el comensal compañero toma la misma decisión, pero en un segundo de lucidez, el comensal antojado dice que no, como una comprobación justamente de lo poco atinada que resultan sus elecciones en ese rito. En caso tal que la situación sea la primera es conveniente saber lo que sigue:

Los postres son un elemento muy importante al momento de acabar con la comida. En su elección acertada existe la posibilidad de repetir el encuentro. Esta situación sólo se puede repensar para ser reemplazada, cuando se tiene la suficiente decencia como para ser capaz de relamer – en caso de helados – o repelar – en caso de brownies – hasta con sus dedos la última pizca de placer que aún está sobre el plato esperando, en dicho caso, no habría necesidad tan siquiera de que el comensal compañero propusiera la elección del postre.

Ya en este punto solo queda por determinar la forma de pago de los comensales. A este respecto hemos decir que existen un sinfín de posibilidades, pero aquí hemos tan solo de enumerar las tres más importantes: la primera, el comensal compañero ha logrado percatarse finalmente de lo poco lleno que resultó el comensal antojado, y como una forma de expiar sus culpas decide pagar toda la cuenta, ya que finalmente él si disfruto la comida; la segunda, el comensal antojado, como una forma de hacer valer sus elecciones decide intempestivamente pagar la cuenta, como un gesto de complacencia por la animada visita y una forma de negar el plato de la otra mesa; y la tercera, donde cada quien paga lo que eligió (y no necesariamente comió), lo que muy comúnmente se conoce como la forma americana – es bueno decir en este punto, que de las tres posibilidades aquí planteadas, esta tercera es la menos nociva que existe – lo cual genera un espacio de independencia y deja abierta casi todas las posibilidades futuras.

Teniendo este panorama el comensal compañero, en el mismo tono que llevó a cabo toda la conversación, se adelanta a pagar rápidamente, como una forma de expiar sus culpas, sin tan siquiera sospechar que al contrario de su intención, el comensal antojado, ha agregado un elemento más a su factura, su propia elección, la de él, y la más costosa de todas, la de preferir comer del plato de la otra mesa.