sábado, 14 de julio de 2007

El Duraznero

Aunque la clarividencia de sus premociones le hizo presentirla por entre la multitud, sus pretensiones esquivaron el pasado imperdonable al que le habían condenado. De a pocos la multitud se fue atenuando, así que las dos figuras pretendieron ser humo, mucho humo; sin embargo su cruce fue irremediable. En el momento en el que las dos siluetas se convirtieron en mutuas sombras, él le susurró un par de palabras con los ojos algo vidriosos y ella pareció no percatarse.

Sus oídos eran algo pequeños. Cuando la estrellé en el pasillo encontré por primera vez su delicioso cuerpo anómalo. Mientras la levantaba reparé en su cuerpo parte por parte, y en definitiva sus oídos eran desproporcionados. Le ofrecí disculpas. Ella avanzó sin musitarme ni una sola palabra. Volví sobre mi camino. Con los detalles que había retenido de ella, comencé a construirla en mi imaginario; y de pronto supuse que se llamara Ángela, que tuviera veinte años y un conejo llamado… no se, pero un conejo; supuse que le gustaría el vinotinto después de cada beso, que iría a cine los martes, que su color preferido sería el amarillo, y que talvez estuviera pensando en mí.

Llegó trastabillando después de un incidente en el pasillo. Sus pensamientos sin cojera retenían fielmente ese ritual en el que la auxilió a pararse, ofreciendo al mismo tiempo dos palabras en disculpas. Se preguntaba quién era y porqué la había estrellado, o por lo menos eso era lo que creía. No sospechaba siquiera que detrás de esas preguntas, su cuerpo escondía una afirmación certera de un gusto por él.

Cuando volví a recorrer el pasillo mengüé mis pasos, de esa manera tendría mayor esperanza de volver a tropezarla. Luego de algunos momentos me percaté que era martes y que estaba en cine, así que la posibilidad de estrellarla se desvaneció sin siquiera forzarlo. Mente en blanco. Recobro mi habitual paso.

Con sumo cuidado, ella abordó el pasillo, evitando distraer la mirada. Lo recorrió de principio a fin sin poder escucharlo. Cansada reposó su cuerpo en una silla. De pronto una sombra comenzó a descubrirla. Era él y se aproximaba. Hola. Ni por un momento movió la cabeza. Él se dejo caer suavemente sobre la silla para no espantarla. Luego de unos cuantos días de sembrarse allí él comenzó a hablarle. El parentesco de los dos cuerpos permitió que las palabras de él no espantaran la presencia de ella.

Le conté todo sobre mi vida. Todo sobre la suya. Le propuse que nos “domesticáramos” – en el sentido más principesco –. Fue triste, solo observaba mis labios sin pronunciar palabras. Creo que es sordomuda. Mierda. Así, no sabía que sucedería la próxima vez que nos reuniéramos, pero de cualquier modo le haría saberlo todo.

La última vez que recorrió el pasillo cargaba un folio con muchas hojas y un marcador. Al observarlo ella se extrañó algo. Era la primera vez que el parentesco de sus cuerpos se veía irrumpido. Él se acercó y lo primero que hizo fue sacar una hoja de su folio con un grande saludo. Ella apenas sonrió.

Con esa sonrisa en su rostro quedé aún más desconcertado. Me acerqué un tanto descontrolado al altar de madera, en el que habíamos convertido la silla y me senté. Algo lento, saqué una nueva hoja y con la mano, en alguna medida incrédula pregunté el motivo de su risa.

El pasillo fue recorrido por sonoras carcajadas. El rostro de Santiago – él – aspiró las estruendosas risas de Ángela – ella –. Arrugó las hojas. Estúpido, levantó el cuerpo adormecido en la silla y presuroso abandonó el pasillo. Entre tanto Ángela estupefacta, quedó allí sentada, sopesando de alguna manera extraña la triste huida de su compañero de juego.

Aunque me alegra que no sea sorda o muda, es una maldita. Por qué esperó a ridiculizarme y hacerme saber que sí se daba por enterada de mis pretensiones. Sus risas son bellas. Su boca emana solo felicidad. ¡Maldición!: humo, mucho humo. ¡Maldición!: humo, risas con humo. ¡Maldición!: sonrisas, humo de sonrisas.

Estaba tan apenada de cada una de sus carcajadas, que olvidó por completo alimentar su conejo. Salió a buscar por el pasillo a Santiago, a decirle siquiera una palabra, aunque eso le representase violar su juramento y adentrarse en la tonta ambigüedad de cada uno de sus fonemas. Ella había descubierto tiempo atrás que un buenos días, de un día en el que te sientes amo del mundo, en el que crees que las demás existencias solo se disponen ha orbitar sobre ti, era diferente a un buenos días, de una mañana trastocada por el recuerdo de una terrible pesadilla; que decir te amo no era te amo cuando no sentías que con cada letra dejabas que se te descociera algo de entre las entrañas para que se zurcieran a unos ajenos oídos; y que no importaba si se llamaba Ángela, Angélica o Juliana, que eso no era más que un rótulo a una forma de mirar, que era distinguir apenas una manera de bailar, un rótulo que se adecuaba a una soledad que era como un abrazo de cristal. Ese juramento de dos años atrás, ya no importaba, ahora solo era él, con su necesidad malsana de las palabras.

Estoy esperándola hoy: saber si volverá a sentarse y compartir mi ritualismo. Ella entra por el costado norte del pasillo y me quedo detallándola paso por paso. En verdad su suntuaria belleza hacia clandestina la nimiedad de sus oídos. No sabía como mutar mi rostro. Nuevamente la veo y solo recuerdo. ¡Maldición!: humo, mucho humo. Escucho un hola, qué tal te va.

En ese momento las puertas comenzaron a abrirse y el pasillo se iluminó de a pocos. Él quedó confundido al escucharle la voz. Entre tanto ella continuó acercándose y se sentó junto a él. Hola, Santiago. Al escuchar pronunciar su nombre sintió que la boca de Ángela se configuraba chimenea y que su nombre no era más que una maraña de humo que de a pocos le recorría el cuerpo y lo vertía en un pálido reflejo de la sombra de ella. No entendía si era amor o capricho, o talvez costumbre del ritual que día tras día habían comenzado. No lo entendía y en su dejarse ir, no se permitió sentir que la silla se había tornado árbol y que debía elevar su cuerpo como por entre las ramas de un durazno.

No entiendo cómo, pero sus palabras comenzaron a transformarlo todo. De a pocos nuestra silla tuvo flores en parejas que vaticinaban que aquello era ahora una árbol de duraznos, y que como todo árbol de ese tipo sólo tendría hojas después, así que debería prescindir de mis propias hojas, y aprender a comunicarme a través de sus duraznos. De esa manera su verbo lo cambió todo y del ritual monofónico no quedó más que la idea de un viejo trautonium, que pudiese imitar voces de personas; y, como en la Biblia, su verbo separó la luz de las sombras, y nuestros rostros tendieron a desconocerse sin sus antiguas penumbras. En ese momento mi propio rótulo (el de Santiago) se agolpó en sus oídos y entendí que ella lo sabía todo de mí.

En aquel instante el tiempo simuló distorsionarse para que las dos personas allí presentes tuvieran todas sus vidas para reconciliarse. Angélica comenzó a explicarle a qué se debía su malicioso silencio, contándole algo de su pasado, explicándole que para el mundo sus palabras eran un nuevo inició, que sobre ella recaía una maldición antiquísima proveniente de su familia. A él solo se le presentaron como mentiras, pero parecían no importarle. Al fin ella hablaba con él y eso era lo único que le bastaba, así que comenzó a preguntarlo todo sobre ella. Y a cada pregunta de él sobrevenía una respuesta que se encargaba de brindar certeza al respecto de lo que Santiago se había imaginado. Y conoció así a Laurencio, el conejo que ella tenía y que prefería por encima de un gato o un perro, porque Laurencio no era una mascota con la que podía jugar cada vez que quisiese: aquel conejo era solo otro morador más de su casa que le brindaba a sus noches un color zanahoria; supo que Magonia, de Ineke Smits, era la última película que había visto y que le había encantado porque a veces se sentía como aquel padre que relatando historias a su hijo le cambiaba el mundo. Por todo eso, Santiago se convenció que ella era suya y que al igual que el árbol sobre el cual estaban subidos. Ellos dos eran otra pareja de flores.

Durante todo el antelucano se hicieron el amor bastándoles sólo las palabras. Tuvieron duraznos y fueron felices, pero sobrevino el amanecer y debieron abandonarse. A Santiago la idea de separarse de ella le parecía absurda, pero Ángela, con sus palabras, lo disuadió de su testaruda convicción y bajó como pudo del durazno, jurando que ese mismo día volverían a encontrarse sus cuerpos. Ante eso Santiago no tuvo más que aceptar y observar cómo de nuevo el árbol se transformaba en silla y el pasillo cerraba sus puertas.

En el momento en el que Ángela se alejaba Santiago notó que al descender del árbol ella había dejado caer, accidentalmente, su cartera, así que él, ya en la silla, la tuvo al alcance y pretendió por momentos no querer auscultarla, creyendo que le bastaba lo que se habían dicho para conocerse. Pero Santiago no escapó a su condición humana. Tomó la cartera en su mano derecha usando su izquierda para abrirla sin sospechar siquiera la tremenda verdad que ésta resguardaba. Lo primero que encontró al abrirla fue una factura de compra de un conejo en la tienda de mascotas, factura que a su pesar no tenía más de una semana de expedida. Luego se topó con la colilla de una entrada a cine que correspondía a Magonia, pero que no era de un martes sino de un viernes.

Sobrevino a Santiago, entonces, el temor propio que se debe pagar por la curiosidad humana, y ya sin poder evitarlo descubrió una identificación, y aunque era la misma foto, su misma Ángela o Angélica, correspondía a una Juliana, una Juliana que le sonaba extraña y que lo alejaba de la creencia en los rótulos y lo condenaba a su condición mundana de temor.

Con esto entendí que aquella mujer a la cual amaba solo se hallaba existente en mi imaginario, que lo único que aquella intrusa había hecho era ofrecerme un simulacro de mujer, como si no fuera más que un desahuciado del amor implorando sobras de realidad. Así que luego de esto comencé a pensar cómo debía hacerle pagar por su macabra trampa y pensándolo, repensándola y examinándola, recordé aquello sobre lo único que tenía certeza, su extraña desproporción en los oídos, aquella nimiedad que ya no lo era tanto: su extraña desproporción sería la clave para mi revancha.

Santiago levantó su cuerpo de la silla y caminó en dirección a su casa para esperar el traslado del tiempo. Durante el recorrido tuvo clara su venganza. Al percatarse que al parecer a la desconocida solo le interesaba cada una de las palabras escuchadas, consideró que debía desproveerla de sus oídos, provocar una sordera que le gritara todo el tiempo la soledad a la cual la había condenado. De esa manera no sólo repararía todo el daño que le había causado, si no también evitaría que algún otro crédulo pudiera brindarle una nueva vida, porque eso era lo que tenía más claro: ella no era más que una usurpadora de vidas. Su maldición, entonces, realmente no era que su verbo reformulara lo circunspecto de su vida (porque no tenía) ni esa imposibilidad de satisfacer sus propios apetitos, de carecer de su propia iniciativa. Para existir debía andar por el mundo robando las intenciones ajenas.

Al mismo tiempo en el otro lejano extremo del pasillo se hallaba Juliana – nuestra desconocida – que dando de comer a Laurencio comenzó a recordar aquella noche que había tenido junto a Santiago. Creía que por fin había encontrado el parámetro preciso para imitar una vida, que contraria a la suya no repugnara de sencillez (o por lo menos eso era lo que ella pensaba), ya que al igual que en el primer encuentro no sospechaba siquiera de lo extraño que estaba por ocurrirle.

El sol sobrevino sobre el pasillo y de cada uno de los extremos comenzaron a florecer las primeras hojas del durazno como si la naturaleza presintiera que de ahora en adelante deberían hacer uso de ellas si querían entenderse. Allí aparecieron los dos cuerpos que atraídos talvez por la costumbre o atraídos talvez por las intenciones contrarias aceleraron su paso para encontrarse. Estando a la misma distancia del durazno sus cuerpos simulaban levitar mientras recorrían por última vez el tramo del destino en el que por asuntos del azar habían coincidido. Él, percibiéndola cerca, inclinó ligeramente su cabeza, eliminando así la poca distancia que existía entre su boca y la de ella, invitándola, al mismo tiempo, a que no trepara al árbol sino a que se acercara y lo besara para se percatara que había sufrido cada momento de lejanía de sus cuerpos O por lo menos eso fue lo que ella creyó cuando se aproximó aún más extasiada para besarlo y hacerlo prometer que a partir de ese día nunca más habrían de separarse. Antes de estrellarse los dos cuerpos, el Melocotonero o Duraznero, nombre común de un árbol caducifolio de la familia de las Rosáceas que produce el fruto llamado melocotón o durazno, nativo de China, cultivado en todas las regiones templadas y subtropicales del mundo y cuyas flores nacen antes que las hojas, que son lanceoladas con el borde aserrado, y aparecen solas o en parejas, tuvo como fruto a la nectarina, una variedad nucipersica, el último fruto que tiene el árbol antes de desflorarse, encontrando de ese modo su triste destino, sucumbiendo ante su estado palmar.

Simulando querer abrazarla la tuve tan cerca que cuando arranqué sus orejas. Debí aspirar fuertemente el néctar proveniente del árbol para embriagarme y no percatarme que su sangre entibió mis manos y que por instantes debía sentir misericordia de su mirada extraviada por la falta de sonidos. Era frío saber que ese acto que ritualicé, había sido la última manera de defensa ante esa escucha enfermiza que grababa con tremenda exactitud cada una de mis palabras para erigirlas realidad…

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