sábado, 14 de julio de 2007

El Entierro

Su ataúd era algo incomodo, debido a que se había sido elaborado recientemente, aun conservaba un olor a químico, a madera nueva, a oxido de tornillos y a cojinete de buseta. En la hora de su entierro parecía no sentirse tan mal, sentía su cuerpo más liviano, fue como si el hecho de haber perdido las viseras y rellanado de aserrín lo hiciera concurrir a una fiesta de excesos. Tenía la mirada perdida, literalmente sus ojos ensopados en formol, reposaban en un estante altísimo que guardaba tantas imágenes de otros tiempos y otros lugares. Los orificios habían sido sellados con hilos negros y sus labios decorados con vaselina. Un buen trabajo que desafortunadamente no pudo ocultar la tremenda palidez de su rostro.

Luego de ser colocado en su pequeño cajón se sintió renovado. Se dijo a si mismo: mi mismo hoy por fin descanso en paz. Su mente quedó en abstracto y comenzó a sentir como caía a un abismo tan familiar a su onirismo, a uno hondo, hondo, hondo. Cuando de repente abrió los ojos dando un brinco y se vio nuevamente recostado en su cama. Santiago continuamente sufría de esos extraños sueños que él no llamaba pesadillas, alguna vez reflexiono sobre estos y se dijo que una pesadilla debía ser algo distinto, que en una pesadilla seguramente no se debería mover, más bien que debería sentir como si todo el peso de los días le oprimiera el pecho y sus ojos se dislocaran hilvanando auxilios. Él creía que en esos momentos un sudor frío lo haría sentir el miedo, como en un océano sin asideros, ni excusas, y que tal vez, solo tal vez, sentiría ganas de romperse los ojos con la luz para llorar su tristeza. Y era precisamente todo eso lo que Santiago nunca había sentido durante sus extraños sueños. En alguna época, cuando a él lo rodearon los doce años, su tío lo llevó a un sicoanalista para que trabajara en sus sueños, pero luego de unas cuantiosas terapias optaron por dejarlo así, al fin y al cabo que no seas paranoico no significa que no te estén siguiendo.

De esta manera encontré a Santiago, un día de esos aburridos, en el que también había conocido a mi gato. Lo encontré en el parque botado en la grama verde que rodeaba un pequeño campo de flores naranjas mirando las nubes.

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