sábado, 14 de julio de 2007

Coincidencia

La gente se amontonó alrededor del cuerpo siguiendo con la morbosa costumbre de despedir a los muertos. Él estaba tirado en la clásica posición de buen hijo, con las entrañas un poco inflamadas y los labios algo secos de haberse fumado los dedos.

Uno de los testigos presénciales del milagro se ofreció a relatar el hecho a la policía que se acercaba para hacer el papeleo necesario. Ellos – la policía – tomaron fiel nota del sesgado relato que con gran emoción les contó Joaquín - un transeúnte obsesivo– quien reparó en todos los detalles del macabro acontecimiento.

-Salió caminando lento – dijo Joaquín – con el rostro oscuro, como si de alguna manera supiera lo que le iba a acontecer. Esculcó sus bolsillos; supongo que buscaba cigarrillos.

En ese momento objetó el teniente, que era un hombre de mirada confusa y cuerpo macizo

- ¿Porqué afirma eso?

- Su rostro reflejó decepción al sacar sus manos de la forma en que entraron, vírgenes de esperanza. Luego su mirada escudriñó el lugar sin encontrar un humano vendedor de cigarrillos, sus manos comenzaron a temblar y…

En ese momento volvió a interrumpir exaltado, el hombre de la mirada confusa que para ese entonces no era tan macizo.

- ¿Porqué cree usted que son unos mal(ben)ditos cigarrillos?.

Joaquín esperó a que el teniente se calmara y respondió:

- Verá usted, si me deja proseguir, por que menciono esto.

Para ese instante los otros dos policías, el teniente y el dueño del bar estaban entretenidos con el cuentero – o el testigo presencial del milagro – y lo animaron a continuar.

- Su desesperación llegó a tal punto que intentó golpear a un hombre que deambulaba cerca, fumando un fino cigarrillo alargado de tonalidad oscura, con tan mala suerte que del susto el hombre dejó caer el tesoro a un profundo océano de agua enlodada, como de dos centímetros, allí perecieron todas sus esperanzas. Se sentó sobre el pavimento y pensando que hacer, dio un brinco instantáneo como si una idea lo hubiera asaltado, volvió al bar y preguntó al mesero si tenía un cuchillo que le prestara. Éste accedió algo extrañado a la petición, y ante la presencia de todos en el recinto – el mesero, una pareja, una cucaracha que resbalaba por entre las cenizas de la chimenea y yo – sobre una mesa desocupada colocó su mano izquierda, tomó por el mango el cuchillo con su mano diestra, y un golpe seco circundó por los oídos de los presentes. El maldito bastardo se había quitado el dedo anular delante de todos nosotros, luego lo limpió con un pañuelo que sacó del bolsillo izquierdo con su mano derecha y pidió un poco de fuego al mesero para salir a fumarse su propio dedo. Desde que aprendió a fumar nunca se había sentido tan omnisciente de poder…

Y por tercera vez el hombre que ya no era de cuerpo macizo y había perdido la confusión en su mirada interrumpió a Joaquín oponiéndose a la manera tan fantástica y subjetiva que con la cual relataba el suceso. Joaquín juró al teniente intentar ser objetivo en la terminación del relato y prosiguió:

- Después de haber terminado su dedo anular continuó ritualmente con el meñique, el corazón y los dos restantes, cada vez disfrutando más de aquel vicio que terminaría literalmente y de forma algo más apresurada con su vida.

En ese momento el despojo de teniente supuso que la causa del fallecimiento había sido el desangramiento del difunto, pero uno de los policías – el listo – preguntó por la sangre, con lo cual adujeron no conocer aún la causa precisa del fallecimiento. En ese momento irrumpió Joaquín en la conversación y continuó su relato:

- Era escritor - afirmó seguro -

A lo cual por primera vez la sobra de sargento no objeto nada (para ese instante el teniente se había degradado).

- Era escritor – repitió Joaquín – pienso – agregó. Después de fumarse los dedos adquirió cierto aspecto de drogado, como si de alguna manera sus dedos fueran narcóticos ilusorios que aliviaran en algo su pena. En ese momento apareció por entre la puerta ella, una ilusión entre mujer y diosa semejante a un antiguo adonis.

Por última vez el grupo de tres policías interrumpieron preguntando en coro:

- ¿Quién era ella?

Joaquín previó la incertidumbre y comenzó a describirla:

- Era bella, sublimemente hermosa, hija del sol con ojos de tierra, con cierto aspecto de pesebre inmerso en la tristeza. En pocas palabras, mujer caucásica de aproximadamente dieciocho años, uno setenta de estatura, ropa holgada y algo sucia, con un saco azul oscuro de hilo dorado al borde del cuello en la mano derecha y fumadora compulsiva; seguramente estaba con él. Cuando apareció por entre la puerta – continuo relatando – el difunto se alteró de tal manera que el poco común efecto narcotizó su rostro, vaticinando de extraña forma lo que comenzaba a circular por sus venas de manera acelerada, una sustancia viscosa de olor grisáceo. Ella se acercó lentamente como si cada paso fuera igual de importante al que lo precedía. Sus ojos comenzaron a desangrarse, luego los fijó en él y se sonrió. No parecía asombrada, triste o melancólica: simplemente no perecía. Al llegar hasta él le susurró un conjuro de palabras que le incendiaron los ojos, las cuales fueron….

En ese momento un fino sonido que se repitió tres veces irrumpió en el relato de Joaquín, quien tuvo que abandonar la escena del crimen por que su hermano se había colgado con un saco azul oscuro de hilo dorado al borde del cuello.

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