sábado, 3 de noviembre de 2007

Cinco Minutos

Tres paquetes de cigarrillos había fumado antes de que la enfermera saliera del consultorio llena de sangre.

-¿Esta bien? ¿Esta bien? ¡Oiga señorita! ¡¿Esta Lucía bien?!- se acercó gritando. La enfermera lo detuvo con la mano, y le dijo que por ahí en cinco minutos todo concluiría. Quedo estático, sólo cinco minutos” se dijo, vio su desesperación en el guante ensangrentado frente a su cara, el tic tac del reloj, colgado en la pared de la sala, avanzaba sin tregua; se sentó a esperar.

Cubrió su cara con las manos refregándose los ojos tratando de buscar un poco de descanso. Con los codos apoyados en sus piernas quedo dormido. Solo cinco minutos.

Se encontró en un pasillo oscuro que era iluminado por pequeños haces de luz. Empezó a caminar esperando encontrar la salida, aunque él presentía que era totalmente inútil; las luces se desplegaban a lo largo de todo el pasillo hasta disolverse totalmente en la oscuridad, eran puertas de ascensor que algunas veces se abrían y cerraban acompañadas de un campanazo. Sonaban atrás y delante de él lindando con el ruido. Caminó bastante tiempo, en uno y otro sentido, porque sospecho que tal vez había perdido tiempo caminando hacia el sentido que lo hacia, allí no había izquierda ni derecha, ni arriba ni abajo, solo pasillo. Se devolvió y tampoco encontró nada, entonces se sentó y espero. Una puerta de ascensor se abrió justo enfrente de él, cosa que nunca había pasado desde que estaba en el pasillo . Observó el ascensor iluminado y su reflejo pálido y ojeroso en el espejo: no se reconoció, aunque sus ojos se estuvieran mirando sin duda. Entonces camino hacia algún sentido en la oscuridad del pasillo alejándose de la puerta recién abierta, entonces comenzó a salir un gemido suave del ascensor, que poco a poco colmaba sus oídos, era como el chillido de una gata en celo que se desplegaba por todo el espacio, era el llanto de un bebe que lo llamaba. Entró al ascensor. Oprimió el único botón que había y la puerta se cerró para volver a abrirse inmediatamente.

Salió del ascensor encontrándose con Santiago que lo esperaba sobre la roca del mirador, desde el cual se veía abrirse el valle detrás de la iglesia; se extendía hacia el oriente limitado por las altas montañas que se alzaban firmes hacia los paramos, y en el horizonte cortado por el río Magdalena, el Nevado como un viejo indígena espera acurrucado pacientemente, con sus canas al sol, el fin del mundo. Tenía la pantaloneta amarilla y un esqueleto blanco, su cuerpo era el suyo pero cuando niño. Corrían hacia el pozo por entre los cafetales y los bosques, alejándose de la trocha de los caballos para llegar más rápido. Santiago le tomaba la delantera a la altura de la quebrada del pato. El ruido del río se escuchaba cada tanto más cerca, solo quedaba cruzar el alambre de púas, bajar la colina un poco y lanzarse desde la roca hasta el pozo que quedaba cuando estaba en verano, y el agua se movía lentamente hacia el magdalena. Vio desaparecer a Santiago y escuchó el chapuzón. Llego al borde él también, dudo un poco, y salto. El río se abría como un parpado por la zambullida de Santiago, el cuerpo se le abalanzaba pesadamente hacia delante, el vértigo lo despertó mientras caía en su propio ojo.

Miró el reloj de plástico con una marca farmacéutica en el fondo, solo había pasado un minuto. El segundero color rojo se dejaba caer perezosamente del doce hasta el cinco, y con ese mismo impulso trepaba despreocupado del seis al doce, cada paso era menos espera. Solo cinco minutos. Sintió nauseas. Observó los afiches de planificación y salud familiar, una serie de imágenes se le cruzaban por la cabeza, todas juntas, como una macilla dura y babosa que le venía del estomago a la boca. Se paró y tomó un cigarrillo del bolsillo. Lloviznaba. Gotas pequeñas caían levemente sobre el asfalto. Pensó en Caín matando a Abel con una roca, en el crimen, Dios, la familia, que hacia frío.

Santiago era la más frecuente de esas imágenes. Recordó a su mujer e hijos aparecer un día frente a su puerta, pidiéndole dinero prestado para devolverse al pueblo de la mamá por que de Santiago hace rato no sabía nada, negocios de guerra, vino para escapar de ellos pero lograron encontrarlo, lo mas seguro es que esta muerto... tan joven. Prendió el cigarrillo sin poder contener el humo y tosió seco. Imágenes sangrientas también pasaban por su cabeza, la imagen que logro entrever cuando la enfermera salía del consultorio: Lucía cubierta de sangre y un medico controlando la hemorragia, ella y él sabían el riesgo que estaba corriendo, el tiempo corría igual que su sangre con dos vidas. ¿Qué les había llevado a los dos a tomar esa decisión? ¿Por qué Santiago tuvo dos hijos aunque sus condiciones no fueran las mejores? Recordó como brillaban los ojos de su amigo al decirle que iba a ser padre, la pregunta usual ¿que iba a hacer si no tenía trabajo? No le importaba, nunca lo había hecho, porque sabia que debía tener hijos porque así era la vida, pero para él no. Nunca vio ese brillo en los ojos de Lucía. Tampoco en los propios, solo la ambición de ser otros. De ser mejores de lo que ya eran, pero necesitaban preparación… tiempo. Solo cinco minutos.

Y esa llovizna que le caía en la cara como un escupitajo de San Pedro, esa lluvia que le nublaba la mirada: la ciudad era tan pasajera como la llovizna, solo sangre y críos muertos, con lluvia, río, árboles, valle, amigo, carros, sexo, televisión, mamá…Lucía. “Si los hombres abortaran el aborto sería un mandamiento” decía el graffiti frente a él. Tal vez era cierto, él no estaba sufriendo nada en su cuerpo, solo pagaba, y era criminal por ello, quitaba una vida, arriesgaba otra. Todo somos Caín, todos podemos ser criminales y quitar vidas, si este era un error sería para no traer más sufrimiento, para no hacer del que iba a ser su hijo igual que él, un asesino, igual que su amigo, igual que muchos otros, si su madre lo viera allí lloraría tirada en el suelo. Miró el reloj, ya había pasado el tiempo, cruzaría la puerta y esperaría tal vez cinco minutos más, tal vez ella lo esperaba en la puerta.

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