miércoles, 6 de julio de 2011

El Odio de los Gatos

Pienso si a veces no somos demasiado generosos con las palabras que nos decimos. Le dijo en vos algo baja mientras tragaba un sorbo caliente de café negro que le comenzaba a calentar las tripas. Los cuerpos se encontraban dispuestos de frente, de tal forma que era inevitable por su tamaño, que al cruzar una pierna sobre la otra no tocara torpemente los otros pies, ocasionando a cada vez una sonrisa autocomplaciente. ¿Quisiera verte alguna vez una sonrisa de placer, de genuino placer? Replico sin tropezar con las palabras que había escuchado pronunciar. Encima de la mesa aparecían dispuestos un par de sobre platos que recogían las moronas de las galleticas sabor a jengibre, punteadas de chocolate, que acompañaban a cada sorbo. Las has visto más veces de las que te he contado. Respondió en medio de una sonrisa menos pronunciada y con los ojos más abiertos que las anteriores. Puedes contar otra que me acabas de arrancar. Replico mandando otro sorbo más, deteniéndose esta vez en el olor que aun expedía el fondo del pocillo y que de paso calentaba su nariz.

Y con respecto a tu generosidad, habrá de ser la única forma en que aprendimos a soportar nuestras ausencias. Mencionó en cierto tono recriminatorio revolviendo con cuidado la bolsita aún húmeda que reposaba en el fondo de su bebida. Pensaba si era que acaso no recordaba que no le gustaba el sabor del té, o si premeditadamente le había llevado a ese lugar para poner a prueba su buen humor, en todo caso sabía que no había azar en sus elecciones. Se sabían ambos de memoria sus manías y sus aparentes coincidencias.

Recuerdas como odiábamos las burocracias de los cuentos de hadas, nos recordaban el espacio abismal entre un cuerpo y el otro. Habría que dejarse caer sin tener la menor idea de cuánto iba a durar o si sería en caída libre a la mitad de la nada. Pero yo siempre con mi afán de dar todo por sentado no me tomaba la molestia de recordarte que llevabas un paracaídas a tus espaldas que te dibuje yo mismo la última noche que nos desencontramos. Ahora mírate acá pensando en si lo hice apropósito. Y lo dijo todo en ese tono cansón que tenía cuando parecía recitar de memoria los elementos de la tabla periódica, que debido al desuso había ido olvidando de a pocos.

¿Cómo Alicia? Dijo en vos grave mientras que al tiempo llamaba con los ojos y el resto de su rostro al camarero, un muchacho alto bien parecido, de cabello mediano, cari bonito, de rasgos suaves, sin nada en particular que ayudará a describirlo además de una mirada tan fija que les hacía relamerse los labios a los dos por momentos. Recordaban con cierto dejo de nostalgia cuando con sus propios ojos se desnudaban en la mitad de un puente, para hacerse olvidar que lo cruzaban, que siempre habían detestado las escaleras y que preferían atravesar por la calle sin tomarse de la mano, solos, como con los baños y los cigarrillos.

No me gustan los conejos así como tampoco sus hoyos. Desconfío de los animales que se dejan meter a un sombrero. Mencionó a la par que señalaba con la mano los dos pocillos mirando al camarero como un gesto habitual para que repitiera la dosis ya pedida. Además si se tratase de imitar preferiría el odio. El odio de los gatos. No importa cómo se cae, sino como se aterriza y ya sabes lo que dicen de los gatos por ahí: siempre caen de pie. Pronuncio mientras que repetía el gesto con sus manos ante la actitud mensa del camarero.

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